Resulta interesante que Enrique Peña Nieto aborde el delicado tema del presidencialismo como sistema de gobierno ante el impulso de corrientes que asumen la necesidad de fortalecer un semi-parlamentarismo como esquema de ejercicio del poder en nuestro país.
Es cierto, como asume el aspirante tricolor, el semi-parlamentarismo resulta una ficción ya que en lugar de consolidarse en la práctica, pese a las modificaciones jurídicas efectuadas en vía de su fortalecimiento, ha devenido en una parálisis legislativa provocada por la atomización que polariza los cuerpos legislativos.
La tendencia que busca avanzar en el aumento de facultades del Congreso de la Unión y sus cámaras, en el ámbito federal, y en los Congresos de los Estados y la Asamblea Legislativa en el Distrito Federal, tiene como presupuesto el ejercicio desmedido de fuerza por parte del presidente de la república.
La cuestión es que la alta competencia electoral ha pluralizado el voto logrando pesos y contrapesos naturales en los diversos niveles de gobierno. Así vemos que en el Congreso de la Unión no existe una mayoría simple que permita sacar por si misma modificaciones legales, mucho menos una mayoría calificada que determine variaciones en el marco constitucional. Virtud a las elecciones intermedias del 2009, con la debacle del PAN, PRI tiene el 48 por ciento de los escaños en la cámara de diputados, el PAN el 28%, el PRD el 14 %, el verde ecologista el 5%, el PT el 3% , Nueva Alianza 1% y Movimiento Ciudadano 1%. La composición del senado favorece al PAN con 50, PRI 33, PRD 24, PVEM 7, Movimiento Ciudadano 5, PT 5, y 4 sin grupo. Cualquier reforma debe ser aprobada forzosamente en ambas cámaras.
En algunos países, el partido triunfante obtiene una compensación en la integración del cuerpo legislativo para obtener la mayoría que le permita superar la paralización; en México ocurre al contrario, la clausula de gobernabilidad fue derogada hace tiempo y en cambio se autoriza una sobrerrepresentación que beneficia a los partidos minoritarios, fundamentalmente a la primera minoría.
Imponer un esquema semi-parlamentarista para resolver esta situación implicaría dotar a la primera mayoría de los asientos necesarios para hacer gobierno, regresando a la clausula de gobernabilidad: se fortalece al órgano colegiado en detrimento, en teoría, del titular del ejecutivo.
La cuestión es que al regresar al viejo esquema lo que se fortalece es el ejecutivo, toda vez que resulta inercial históricamente el voto global por el candidato presidencial y el voto por diputados: en lugar de fortalecer un legislativo de origen distinto al ejecutivo termina apoyándose a éste último en el ejercicio del gobierno.
En los comicios de 2006, en la elección de diputados federales, el PAN obtuvo 13 millones 753 mil 633 votos contra 11 millones 941 mil 842 de la coalición Por el bien de todos. En la misma elección presidencial, el PAN obtuvo 15 millones 284 mil votos contra 14 millones 756 mil 350 sufragios de la coalición por el bien de todos. Lo mismo ocurrió en el 2000 y en los comicios donde converge elección presidencial y renovación del legislativo federal. Hay un voto paralelo en términos generales.
Irónicamente podríamos decir que el actual sistema es semi-parlamentario, porque castiga el voto de la mayoría en el congreso, dotando artificialmente de una sobrerrepresentación a las minorías que se convierten en la bisagra de los acuerdos legislativos.
El esquema mexicano ha encontrado en la evolución constitucional matices parlamentarios para lograr equilibrios, como el veto y la facultad de iniciar leyes, por parte del ejecutivo, y del legislativo, el nombramiento de ciertos funcionarios y el juicio político.
Buscar otros rasgos de parlamentarismo, como la designación de un primer ministro por el parlamento o la disolución de éste por el jefe de estado, representan esquemas de gobierno ajenos a nuestra historia.