“Tiene razón el colega periodista J. Arnulfo
Domínguez, Director General de Medios Estatales de la Coordinación de
Comunicación Social de la Presidencia de la República: la ruta ineludible para
fortalecer el estado democrático es el auténtico respeto a los medios de
comunicación, refrendado en una alocución envidiable ante el Club Primera Plana de
periodistas de la Ciudad de México. Enhorabuena”.
La libertad de expresión atraviesa por una
ola de reglamentación, en ocasiones excesiva y asfixiante, hacia una actividad
que debe ser libre, aún cuando implique aparentes violaciones a la intimidad o
a la honra de los personajes públicos.
La libre discusión de los temas relevantes
de una sociedad no puede estar sujeta a delicadezas de personas que han asumido
posiciones que los colocan como líderes de opinión y cabeza de proyectos
públicos, que por tal motivo deben estar comprendidos en la crítica mediática.
La crítica de los medios de comunicación es
un referente que regula la actividad pública, evidencia excesos y controla los
apetitos de poder: no debe ser regulada, so pena de construir una simulación
que prohíja y perpetua autoritarismos y posiciones autarquicas de poder.
La libre expresión de las ideas, verdad de
perogrullo, va de la mano de la transparencia y la rendición de cuentas: un
ejercicio de libertad de pensamiento que choca contra una cultura de impunidad,
tiene dos rutas: o se agudiza hasta lograr la sensibilidad para la sanción o
bien, se rebela hasta la anarquía, o cae en la sumisión.
Me parece que el camino indicado es el in crescendo: subir los decibeles de la
manifestación hasta lograr el objetivo.
Esta posibilidad de acción se convierte, al
mismo tiempo, en expresión pública de descontento y desconcierto, y en crítica
del derrotero público seguido, válvula de escape social, necesario,
indetenible, elemento fundamental de gobernanza, que no de gobernabilidad.
Por ello, asiste verdad a las palabras del
libertador de América, Simón Bolívar, cuando alerta: “el derecho de expresar
pensamiento y opinión de palabra por escrito o de cualquier otro modo, es el
primero y mas inestimable don de la naturaleza. Ni aún la misma ley podrá jamás
prohibirlo”.
Difícil no coincidir. La naturaleza siempre
encuentra su cauce. Por más que la mano del hombre, bajo una filosofía o
pensamiento pragmático, intente detener el cauce de un río, éste habrá de
recuperarlo. Tarde que temprano lo hará, gracias a la mano del hombre o sin
ella, porque no existe nada más perenne que la voluntad de la naturaleza.
La naturaleza del hombre es la libertad. Y parte de
esa libertad inestimable es la expresión, la voz retratada en el glifo maya de
la palabra.
Es cierto, la libertad de expresión, como
todas las libertades, deben ser acotadas en aras del interés comunitario,
comunal, la sobrevivencia del grupo, pero solo en extraordinarias situaciones.
Es la excepción y no la regla.
El camino no es la regulación legal de los
medios de comunicación, y la libre expresión de las ideas: el camino es la autorregulación,
la ampliación de los espacios de crítica y de discusión: de un auténtico forum de debate, con los riesgos que
ello implique: que los intereses jueguen, con un Estado rector y no jugador en
una relación de supra-subordinación: que juegue con las mismas reglas que todos
los jugadores, sujeto a reglas que lo coloquen en el mismo nivel de competencia
comunicativa, con una fuerte y auténtica comunicación de Estado, que no de
gobierno: la primera plural, protectora, subsidiaria, tolerante, de largo aliento
la segunda, necesariamente singular, coyuntural y sectaria por su misma
naturaleza: la conservación del poder.