Columna de análisis crítico

martes, 30 de octubre de 2012

El juego político

México vive por diseño constitucional un sistema presidencialista con rasgos de parlamentarismo. Es histórica la lucha entre ambos sistemas, no solo en nuestro país, sino en el mundo entero, donde el centro de la discusión es el gobierno unipersonal contrario sensu del colegiado, bajo la existencia de la división de poderes garantizada por una constitución. El sistema presidencialista se distingue por la mayor presencia de facultades constitucionales y metaconstitucionales -o de facto- en el titular del poder ejecutivo, como vivimos en México durante setenta años, hasta el debilitamiento sufrido por la figura en los últimos doce años, en los cuales ha crecido el parlamentarismo como reflejo de la alta competencia electoral. Es cierto que no puede darse un presidencialismo o un parlamentarismo absoluto. Eso no ocurre siquiera en países con alta predominancia del Legislativo como Inglaterra. Lo que ocurre en todo el mundo son sistemas donde prevalece uno u otro sistema, pero con matices de ambos. En el caso de México este equilibrio se ha acentuado desde las reformas de 1977 hasta la fecha. Una tímida presencia de partidos de oposición en el legislativo estatal y nacional se ha fortalecido a partir de 1988 con el movimiento político principal de las izquierdas, 2000 con el triunfo del Partido Acción Nacional y en el 2006 y 2012 donde los resultados electorales se deciden por porcentajes mínimos de votos. Esta competencia electoral se transforma en presencia de representantes de distintas fuerzas en las dos cámaras, la de senadores y diputados, donde las alianzas coyunturales pueden provocar votaciones como las vividas con la reforma laboral, con acercamientos PAN-PRI en la Cámara Baja y PAN-PRD en la Cámara Alta, con una sobrevaloración de los partidos Nueva Alianza y Verde Ecologista virtud de su carácter de partidos "visagra". Esta naturaleza plural complica los acuerdos ante los matices parlamentarios o bien presidencialistas que en el ámbito constitucional han sido autorizados en los últimos años. Uno de ellos, reciente, la Iniciativa Preferente, ha encontrado serias dificultades en su implementación pervirtiendo su origen. Esta figura permite al Presidente de la República que sus principales iniciativas de reforma legal eviten quedar en el sueño de los justos en el Congreso de la Unión. El problema es que nunca se pensó que esta figura pudiera ser usada como arma política en contra del sucesor: es decir, nunca se prohibió el uso de esta figura en la sesión de instalación del Congreso en el último año de administración del Presidente, con lo cual se hereda un problema de gobernabilidad al nuevo Legislativo y al nuevo titular del Ejecutivo. Si a esto agregamos que la figura, por su reciente autorización, carece de reglamentación, se le condena a la no autorización, como ha ocurrido en el caso de la Reforma Laboral. Cuando Calderón presenta su iniciativa preferente -sin la mínima atención de correr cortesía al Presidente Electo- no estaban constituidas las comisiones legislativas por que los nuevos diputados apenas se estaban instalando en su responsabilidad. Aun más, versando el proyecto de iniciativa de ley calderonista acerca de un problema mayúsculo -que no atendió de fondo en su sexenio- era natural que se complicara en las negociaciones: en principio la reforma del Presidente fue modificada por los diputados, para que luego, el proyecto de estos, sufriera también modificaciones, para que, perdida la iniciativa preferente, regresara al cauce legislativo normal y vuelva a ser sujeta de negociación. Queda claro que la iniciativa preferente puede constituir un mecanismo que fortalece el presidencialismo frente a la congeladora del Congreso de la Unión por la ausencia de acuerdos, pero debe ser reglamentada. En principio, es necesario que no puedan presentarse este tipo de iniciativas en el último año de la administración, para que no se preste al juego político en los estertores del ejercicio del poder.