En nuestro país viven ciento tres millones de personas, de ambos sexos y de todas las edades.
Ellos, sin importar estas características ni su condición social, son gobernados por autoridades electas o designadas, quienes toman las grandes decisiones para guiar a la nación.
De esos ciento tres millones, solo setenta forman parte del listado nominal, esto es, han cumplido los 18 años y cuentan con su credencial de elector, pero además, no se encuentran impedidos por alguna resolución judicial que los prive de sus derechos político-electorales.
Pero, esos setenta millones no acudirán a las urnas el próximo domingo cinco de julio: solo lo harán unos cuarenta millones, poco mas de la mitad: el resto se abstendrá de ejercer su derecho.
De esos cuarenta millones, el dos por ciento será nulo, ya sea por decisión conciente del elector o por equivocación, al marcar dos o más opciones electorales.
Realmente no se sabrá cuales de esos votos nulos formaron parte de una acción racional del elector, como demostración de hartazgo ante los políticos.
No existe ninguna disposición logística ni legal para contabilizar esos votos anulados en forma particular y analítica. Tampoco podrán ser las boletas sujetas de estudio posterior, ya que tendrán que ser destruidas el año siguiente al de la elección.
Esto ocurre así, por disposición de la ley y por criterio establecido por el mismo Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que le negó las boletas del 2006 a la revista Proceso, al considerar que el derecho de acceso a la información tiene limitaciones, como en este caso documentos que expresan la voluntad ciudadana de formar gobierno.
No se sabrá, por tanto, la afectación por el llamado voto nulo que realizan comunicadores y organizaciones sociales. Incluso, lo que producirá en los hechos es incrementar el porcentaje de votos de los partidos, beneficiando fundamentalmente a los considerados pequeños, que gracias a este fenómeno podrían salvar su registro y garantizar financiamiento público.
De esta forma, quienes anulen su voto, aun y cuando lo hagan en forma racional como una manifestación de rechazo al sistema político, terminarán fortaleciéndolo, al dar vida artificial a instituciones políticas que carecen de amplia representación popular, y que forman parte de las paradojas de la reforma electoral, que por un lado elimina el subsidio a las agrupaciones y por el otro privilegia a instituciones políticas sin respaldo.
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