Raúl Durán Cárdenas murió durante un viaje a los Estados Unidos el pasado 26 de diciembre.
Siempre fue un viajero incansable. En Mérida nació, en Juárez encontró al amor de su vida y en la capital del país se desarrolló profesionalmente en el periodismo, llegando a ser subdirector editorial del Periódico Novedades.
Recorrió el mundo, especialmente Moscú y Beijing, experiencia que recordaba con especial afecto. Europa no le fue desconocida ni tampoco La Patagonia.
Era un auténtico mexicano: recorrió sus carreteras cuando parecían caminos vecinales, de un extremo a otro. El país lo conoció como la palma de una mano.
Pensar en nuestro amigo en aquellas tierras extrañas es maravilloso –a China regresó varias veces-, pero no fueron esos sus viajes más memorables.
Su viaje más relevante fue el que desplego bajo la bandera de la amistad.
Raúl Durán era un hombre responsable. Cuidaba su salud, no en los extremos que el médico ordenaba, respetaba límites, pero estiraba la cuerda, por eso fue un hombre pleno: nunca dejo de fumar y tampoco abandonó el whiskey.
En su última visita me ganó al domino en la Antigua Paz. Antes, en otra escabullida a Chihuahua, me había hecho lo mismo en el Coliseo. Hay que decirlo: Raúl nunca fue pone fichas.
Estar con Raúl era viajar junto con él por el tiempo. Siempre compartía sus vivencias. Era un diccionario viviente y Yo siempre un lector incansable.
Lo conocí hace unos años cuando incursioné en el periodismo gremial a nivel nacional. Pero los últimos cuatro años fueron de un compartir en forma permanente.
Viajamos por todo el país junto con Teodoro, su Gran Amigo. Ambos, juntos, eran dinamita, pero se compaginaban perfectamente: uno explosivo y el otro con la calma de la decisión atemperada. Raúl fue siempre fiel de la balanza, el consejo prudente y sabio.
Compartimos proyectos y aventuras: construimos una organización periodística más sólida, hicimos amigos y más amigos en el interior del país, donde Raúl es muy querido.
Un hombre gentil y amable, siempre extendió la mano para guiar acompañando, en una posición de líder sagaz, inteligente.
De la última charla que sostuvimos, apenas hace unas semanas, mediando una parrillada argentina y un escocés con agua gasificada, a unos metros del remodelado Monumento a la Revolución, me queda un compromiso personal con él que habré de cumplir al tiempo.
Estoy tranquilo porque logró lo que pocos hombres pueden hacer: vivir a su manera y morir a su manera: su último suspiró quedó con su esposa, Lupita, mi paisana, en las Vegas, Nevada.
Fue un hombre pleno, nunca se arredró: vivió en paz y murió en paz, querido y estimado por todos.
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