La Procuraduría General de la República constituye el instrumento civil por medio del cual el gobierno de la república persigue los delitos del fuero federal, donde destaca, por su gran impacto social, el crimen organizado en sus diversas vertientes, narcotráfico, extorsión, secuestro, trata de blancas y tráfico de indocumentados.
Esta dependencia del gobierno federal desempeña las funciones de ministerio público, a través de la cual investiga y persigue los delitos, para presentar a los presuntos responsables ante los jueces, quienes dilucidan las pruebas y determinan la sujeción a proceso.
Se trata sin duda de un órgano de gran importancia en el sistema punitivo del Estado, que no puede estar sujeto a los vaivenes políticos coyunturales, y que reclama una definición de autonomía constitucional, para blindarlo del capricho presidencial, no solo en la determinación estructural de puestos de primer nivel, sino en su operación misma, al convertirse en brazo político que persigue signos partidistas distintos en un contrasentido de un sistema democrático, como ocurrió en Michoacán o en Baja California, y recientemente –en un drama que está por resolverse- en el Distrito Federal con el caso Greg.
La Procuraduría opera a través de delegados en las 32 entidades federativas, quienes representan la cabeza del Ministerio Público Federal y por tanto son los responsables de las tareas de persecución de los delitos en aquellas materias que le son propias y exclusivas, y donde las entidades solo coadyuvan, esto es, son corresponsables.
Bueno, pues 21 de estas delegaciones –el lunes se hablaba de 29- se quedaron acéfalas porque, a través del oficial mayor, la procuradora Marisela Morales anunció una serie de acciones de traslado de delegados a diversas entidades, un enroque.
Todos estos servidores públicos pertenecen al servicio civil de carrera de la institución, algunos con más de 20 años de servicio. Ahora, de pronto, se les anuncia el cambio de adscripción, bajo condiciones de presión.
Es obvio que si la Procuraduría General de la República ha fallado en el combate al crimen organizado es con motivo de la falta de acciones estratégicas, pero también porque sus mandos de todos los niveles han incumplido en distinta proporción. Pero ¿21 de los 32 delegados se van? ¿En un momento se dieron cuenta en los Pinos que estaba todo mal? ¿Y si los delegados estaban mal, como estará lo demás?
La renuncia masiva de dos tercios de los delegados ocurre en un contexto peculiar, cuando el presidente felicita por red social a la policía por el arresto de un líder criminal a quien se responsabiliza por mil quinientos homicidios, mientras en el Distrito Federal uno más escapaba de un hospital gracias a la complicidad de agentes policiacos federales, hechos en evidente contrasentido que el gobierno norteamericano se encarga de apuntalar con un efusivo mensaje de congratulación por la captura y el silencio por la fuga y las dimisiones que no son cosa menor, sino una crisis institucional.
Nadie lo niega: los arrestos generan esperanza en la población, que espera una solución al problema de la inseguridad; pero las detenciones aisladas poco aprovechan si no se fortalece la colaboración entre la federación y los Estados, y no hablamos solo de trasladar responsabilidades, sino de otorgar mayores recursos y apoyar realmente las tareas de profesionalización policiaca; urge que la federación de marcha atrás en una política de miopía en la distribución presupuestal, como ocurrió con el subsidio para seguridad pública municipal, con recortes inexplicables como los ocurridos en Juárez y Chihuahua, dos de las entidades más severamente golpeadas por la violencia, bajo el argumento simplista de reglas de operación unilaterales, lejos, muy lejos, de un espíritu federalista.
Urge también que la Procuraduría General supere su crisis institucional, no la de ahorita, que no es más que la punta del iceberg, sino una crisis permanente que el Presidente no atina a enfrentar, en perjuicio de la sociedad entera.
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